epígrafe

Ser marxista en el siglo XXI consiste en tratar de hacer lo que haría hoy Marx no copiar y pegar lo que él decía hace 150 años.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Dulces recuerdos: Mis días en las Ursulinas.

Fueron más que algunos días, por casi dos años me la pasé en las Ursulinas una vez a la semana.


Podría ser el sueño del pibe pero no tuve la posibilidad de perderme con alguna de las virginales arribistas que asistían al colegio Las Ursulinas en Maipú.
Tenía doce años y ya se me había pasado la edad para ir al catequismo, para la primera comunión, donde los curas "rojos" de la parroquia de cuatro álamos.
Quizá había dejado pasar el tiempo a propósito, me cargaba la pinta de cuico combativo del párroco, estaba pa guitarrista de Santiago del Nuevo Extremo. En esos tiempos no tenía idea sobre eso pero putas que están aguzados los instintos.
Más mal me caían los zopencos con cara de pastoral que iban a la parroquia, ya en ese tiempo no sólo sospechaba sino que huía de los tipos con melena, chalecos jetones, bluyines cortados y zapatos lustrados. Era una aversión que surgía en la vísceras y la bicicleta me permitía ir más lejos que ellos que debían cargarse a ellos mismos y a las eternas pololas que paseaban de la mano.
Menos iría al templo de Maipú, mis entrañas efervescían con sólo pensarlo ¿Habrá algo más facho que el templo votivo? Hasta el hormigón sin pintar era del color de los uniformes de los tiranos.
Era muy niño para tener caña los fines de semana, pero no soportaba a las diabladas con que te reventaban los tímpanos todos los fines de semana. Mientras en muchos lugares en la dictadura ser católico era una forma de protestar, en Maipú era un modo de ser lo más facho posible, desfilando uniformado sea de la defensa civil (qué hueá más facha que esa mierda que jamás a defendido a nadie) o de huaso (a lo quinchero por supuesto) o en diablada
Y así se la pasaban los hueones todos los putos domingos:
Parapa parapa parapapapa Parapa parapa parapapapa Parapa parapa parapapapa Parapa parapa parapapapa
Y la alternativa era la parroquia de los rojos pasaos a chaleco.
No sólo que fuera el santuario preferido de la iñora Lucía me espantaba del templo, también que es el sitio indicado para contraer un resfriado o una pulmonía después de la piscina y el estadio municipal . De este potrero rodeado con álamos no queda ni rastros, estaba en el lugar en que ahora está la estación Plaza de Maipú, lo borraron del mapa para construir una pista de aterrizajes para naves extraterrestres a principios de los noventa.
Con el templo los fachos, los resfríos y los sermones inentendibles. Además me latía, sin cachar mucho de nada, que a los curas les agradaba más el pico que la palabra del señor jesucristo.
Mi madre como me veía con demasiado tiempo disponible, y quizá sospechaba que mi alma en cualquier momento se iba por el desagüe, se le ocurrió la brillante idea de ubicar a la monja que le había hecho catequesis y así llegué a las ursulinas.
En esos tiempos lo menos que necesitaba era catequesis, no sólo era más bueno que el pan pita, y además hueón porque ni se me había ocurrido pajearme. Además rezaba toda las noches, y no sólo era para combatir el insomnio que ya campeaba (y lidiar con la abstinencia por ignorancia), me creía el cuento. Quizá me lo creía tanto que era un dogmático, un tinterillo de la fe.
Y no me entraba ni a martillazos la idea de que si ya me habían bautizado además debía existir un trámite adicional ¿Y porqué no preguntaban y punto? ¿Para qué me debían juntar con una manga de pendejos que no entendían la diferencia entre un sacramento y una clase de castellano?
Mi vida era un sacrificio, debían ya canonizarme ,y sin embargo debía pasar por el vejamen intelectual de tener que aprender la biblia con quienes mueven los labios para leer un letrero.
Para evadir el colegio me enfermaba, para el evadir la casa me la pasaba dando vueltas en bicicleta, para evadir a los peloteros de la esquina me ofrecía hasta para comprar la crema nivea de mi abuela.
Y si no fueran suficientes todos esos actos de fe, tenía mi tormento personalizado, mi cilicio portátil y alcahuete personificado en mi hermana, Me había costado largas jornadas de reflexión concluir que la Natalia había nacido para que Dios probara mi temple.
Y los curas en vez que enviarme al vaticano por valija diplomática y colocarme una aureola en la mollera me exigían catecismo.
Debe haber sido en esa época cuando me replanteé todo.
La madre Carmela me recibió en las Ursulinas más feliz que yo en bicicleta nueva. Era una Alemana decrépita y espigada, vestida de negro hábito. Lo único que no le colgaba eran dos ojos azules con los cuales me miraba y sonreía, pues de tantas arrugas era imposible adivinarle la expresión.
Me explicó con desazón que ya no hacía catequismo, que estaba retirada pero... de pronto se paró, jovial, fue a hacer unas consultas, volvió con galletas, strudel y un vaso de leche.
Me dijo que a lo mejor podía hacerme catecismo pero debía esperar la confirmación de alguien.
La Carmela no hablaba mucho, y lo pocos sonidos que emitía eran como chuchadas en alemán que arrojaba al viento.
Se levantó, al rato volvió aún más vieja y me informó que debía asistir a catequismo los días sábado de diez de la mañana a las dos de tarde.
Volví ese sábado, era aún peor de lo que había escapado. Las pendejas eran tan insoportables y chillonas que por primera vez me di cuenta que habían mujeres aún peores que la Angela Pagliero. Los pendejos, por su parte, vestían ropa de marca y de moda (para los estándares maipucinos) y presumían de sus cuadernos de tapa dura con calcomanías religiosas.
Nos hicieron pintar huevadas, seguramente la catequista aprovechaba el tiempo en la trastienda para manosear a una novicia ¿quien sabe? cosas de monjas. Los pelmas sacaban de sus mochilas lápices de todos los colores de unos estuches gigantes y vistosos y unos block artel de 99 para pintar una casa, tres cerros nevados en el horizonte, y sol amarillo con sonrisa y todo. Fraudulentamente a la casa le dibujaban una cruz arriba.
Me los imaginaba replicando esa imagen una y otra vez, con lápices cada vez más caros. Ahora que lo pienso me los imagino haciendo lo mismo en la universidad privada y en la pega que ocupan hoy de mando medio de una empresa mediocre. Los veo viviendo en un condominio con nombre de potrero, con un paco jubilado todo mosqueado sentado en una casucha (un destino natural para un perro). El picao a cuico maupucino viviendo en condominios tan falsos como las casas que pintaba, casetas sanitarias cubiertas con martelina color bocado y tejas coloniales de pizarreño, con un segundo y hasta un tercer piso de internit que más que palomera se parece a las celdas del vietcong. Un lugar en donde apenas cabe el auto coreano que pagan a un millón de cuotas. En esa casa, en la cual no pueden tirarse ni un peo sin que lo aplauda el vecino, lo espera una señora, de esas que duermen con los lentes colocados de cintillo, mezquina como sonrisa de suegra, arribista como esposa de rati, árida como el Quisco sin playa, frígida, peliteñida, tortillera reprimida, y que seguramente lo caga con un hueón como yo.
Es el futuro de los cuicos maipucinos, acostumbrados a despreciar a sus vecinos desde niños y condenados a sobar cornetas ajenas por toda la eternidad.
La catequista vio en mi un demonio. De partida usaba short y montaba una bicicross a la cual era imposible leerle alguna marca. No tenía mochila, ni estuche, ni lápices, ni block, ni un puto bic azul punta gruesa, nada. Y los artistas a mi alrededor su madre les había enseñado a no convidar nada, y a robar si era necesario. Que los pobres se caguen, dios así lo quiso.
Me miró con cara de reprobación por no hacer nada mientras ella, quizá, se pegaba un polvo de madre y señora mia.
Algo pasó y el miércoles siguiente entraba con mi bicicleta a las tres de la tarde a Las Ursulinas a hablar con la madre Carmela.
Me recibió con tal felicidad, una que sólo he visto en amigos que uno saca de la cana, y me dijo en su destartalado castellano que no me preocupara, que ella me haría catecismo.
Me llevó al comedor del convento, tres novicias acudieron como si se tratara de un restaurante de lujo con galletas, kuchen, strudel, leche, té, café, de todo, la Carmela era como un Wylli Wonka vestido de religiosa.
La novicias volvían con más bandejas, por mientras la Carmela disfrutaba de mi voracidad destellando sus ojos azules.
Desde un gran ventanal se veía el pequeño bosque, desde otro el huerto y los viñedos (dicen que las monjas hacen el mejor vino de misa de la región), de los cuales mi abuela le sacó una "patita" y de ahí provienen los parrones que hasta hoy dan dulces frutos.
Así fue por dos años, todos los miércoles un festín silencioso junto a la madre Carmela a la cual se sumaban algunas novicias. Para ellas debí haber sido más hermoso que el niño jesus, era lo más masculino que veían dentro del convento; para mi significó subir de peso y capear largas horas de tedio en esos aciagos días infantiles en que no esta autorizado emborracharse o drogarse para soportar la vida.
Ya era menos pavo, tenía que serlo para sobrevivir el Liceo de Maipú (conocido por los peladores como liceo maternal) y ya me masturbaba aunque desconocía como se llamaba el asunto.
Era viernes y pensaba después de pajearme sobre lo que ocurriría más tarde, el sábado debía confesarme y luego se celebraría la primera comunión en la parroquia de Las Ursulinas.
Seguía siendo creyente, dogmático y tinterillo.
Seguía sin comprender porqué mierda debía hablar de mi intimidad con un cura si dios ya conocía todas mis panas.
Como no consideraba a la gula un pecado, y más que victimario era víctima consuetudinaria, lo único que debía confesar eran mis pajas diarias después del rezo.
¿Y cómo se lo decía? ¿Hago el amor conmigo mismo?
El sólo pensar en eso me daba nauseas, si al cura le interesaban esas cosas es por hueco no por buen cristiano. Quizá ya no era tan ingenuo y la había pensado demasiado.
¿Porque mierda dios quiere que yo pase por esto? Me pregunté angustiado.
Y me lo pregunté, no a él, a mí, al mismísimo mí mismo.
Después de unas cuantas hora de cavilación me di cuenta que había padecido por muchos años de un delirio, que me había imaginado una gueá que no existe y que hasta hablaba con eso todas las noches.
Jamás me confesé ni comulgué, ni tampoco volví a las Ursulinas porque temí que si lo hacía moriría joven por una diabetes.
Cuando pienso en el tortilleo y mariconeo generalizado de los monasterios me siento alguien afortunado de haberme zafado de todo eso y tan temprano, por una serie de eventos desafortunados, prejuicios, tonteras y finalmente de puro pajero.

2 comentarios:

  1. En primer lugar, me parece abusivo que los padres hagan bautizar a sus bebés antes de que tengan derecho a elegir en qué se están metiendo. Yo no lo hice.
    No sabía que había cuicos maipucinos. Como ex alumna de las ursulinas de Santiago, en cierta oportunidad - trabajando en una empresa cercana a la comuna y pensando en mudarme casi al frente del colegio de las ursulinas - llevé a mis hijas para ver si les gustaba. A una si, a la otra no (la que ya estaba en colegio de monjas) y desistí porque era voto unánime o nada.
    La hermana o monja que me atendió, me estuvo explicando que el colegio de Vitacura en el fondo, era el que financiaba al de Maipú, porque se suponía que la gente de acá no estaba en condiciones de pagar lo mismo. La educación media no se cobraba.
    Nunca viví ni supe de algún contacto cercano de cualquier tipo, pero pienso que si alguien lo vivió, ¿cómo es posible que no lo comentara o al menos, lo rechazara con la indignación que tal asunto merece?
    Es posible que pensara que SUS PADRES no lo iban a creer y allí está lo más grave del asunto. Está bien que finalmente la olla se haya destapado y es posible que se escuche y se crea a los niños, sin esperar que cumplan los 40.
    Pero algo les agradezco a esas monjas: asistiendo a misa, de pronto decidí- que eso de arrodillarse ante un altar en ciertas partes de la ceremonia era indigno e injustificado, no lo hice más y nunca me obligaron.
    Además, recuerdo a dos monjas de la primera hornada, inteligentes, cultas, algo sarcásticas que parecían totalmente distintas a lo que uno se puede imaginar como una persona metida en esa dimensión extraña que es un monasterio o un regimiento.

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